Se nos desapareció el luto,
ese tiempo para el duelo,
Como se nos desaparecieron los árboles
Y ahora el sol del mediodía nos abrasa.
Se nos fue el cobijo para los tiempos oscuros
como se nos fue la oscuridad de la cueva
y el silencio armonioso del bosque,
tapados con luces y ruidos que suben
de la ciudad por la ladera.
¿Cuándo dejó el vacío de ser vientre o tierra fértil
para ser susto a la intemperie?
La vulnerabilidad ha sido abandonada
escondida y usada; el grito, ahogado,
apenas hecho queja o frío íntimo y callado.
Nos quedan -porque las siento- otras manos,
las que nos alzan o aprietan fuerte.
Suenan -porque las oigo- las palabras sentidas
y ese silencio amoroso colmado de presente.
Reclamo y creo
en el grito de las entrañas rebeldes,
en la fuerza del útero joven
y en la amplitud del corazón viejo.
Mientras escribo siento la chispa -porque recuerdo-
de la espontanea inocencia de una niña
que canta a la luna jugando en el huerto.
Y de la tierra, que da los frutos hasta en este calor extremo.
En lo triste me acompaña, fiel, la belleza de las flores y los cielos,
Indispensables en tiempos revueltos.
Me ofrezco el tiempo de duelo
como regalo de los dioses a lo humano, tan pequeño.
Tiempo, tiempo en que devuelvo
la oscuridad a la cueva
el silencio a las montañas
las lágrimas dulces a las fuentes
y las saladas a los mares.
Y así encuentro de nuevo
la fuerza en las alitas de un pájaro
que ha salido demasiado pronto del nido;
El grito a la marcha silenciada.
Y el sentido a la espera desesperanzada
a la vida que germina
entre sueros, drogas y ceniza
Que la muerte solo es
lo que no sabemos aún de la vida.